19 de septiembre de 2012

Uvas del siglo XVIII


Me he preguntado un centenar de veces qué es lo que inspira exactamente a un escritor, ¿de dónde obtienen tan extensas y robustas historias? Si no puede ser sino de sus mismas experiencias de vida, me lo he preguntado tantas veces que ya perdí la cuenta. Y no es que yo quiera robar un pedacito de su inspiración, en lo absoluto, yo no soy buena en eso, escribiendo básicamente, porque no tengo algo que decir, porque aun no he encontrado mi fuente de inspiración.

Cuando vuelvo al lugar del que quiero hablarles, me es un poco difícil dar detalles de donde queda exactamente, no recuerdo el nombre de los pasajes, porque técnicamente no había avenida alguna. El edificio era de ladrillo otoñal, no sé por qué otoñal, pero si ladrillo del siglo XVIII. Una especie de catedral en donde el clima y la humedad habían hecho lo suyo con una suerte de revestimiento de humedad en la fachada de tan imponente y majestuoso lugar. La entrada estaba dispuesta por una escalinata amplia, que cuando la vi yo iba saliendo por la entrada y me parecía ser una feminista Mary Wollstonecraft, bajando del lugar agarrando mi vestido de la época, dejando ver mis pies descalzos y mis tobillos blancos, como los que me parecían que eran de ella.


Álvaro estaba en su último año de universidad y yo tenía la idea de que todos los años habían sido el último año, es de esas personas que nunca deja de estudiar, por lo tanto tiene treinta años pero siempre está terminando. Está en una universidad pública y con historia revolucionaria, él estudia leyes, pero la verdad es que no es cierto, estudia mecánica o algo muy del mismo estilo que yo desconocía. Su mirada era casi inocente como el hombre que mira a su primer amor, impúber y pueril apoyado sobre la pared de alguna muralla que seguía su curso, camino a la nada, que tenía su origen el edificio medio en ruinas con ladrillos del siglo XVIII. El viento era de primavera, las flores adornaban el lugar, un velo de colchón de novia lo cubría  en parte y yo jugaba con mi pelo como la quinceañera que coquetea con su príncipe azul.

  •           Ándate conmigo, decía él, sin desviar un solo momento su vista.
  •           ¿por qué se supone que debería irme contigo?
  •           Porque juntos estaremos a salvo, no te pasará nada.


En frente de la catedral estaba la postal más típica de los litorales, resonante y obnubílame que escondía las historias más tétricas al caer la niebla y las más románticas con el cantar de los pájaros, pero esta postal era diferente en todas sus formas.

Una mezcla del monstruo del lago Nees, con plantas carnívoras surtidas de desigual belleza componían la imagen más desquiciada y enferma de una víbora marina que afligía a los aldeanos, entre ellos incluida yo la que se creía una feminista del siglo XVIII.

La víbora era un cuerpo frio  y de temer que vivía en las profundidades del litoral, que amenazaba con tragarse a quien se acercase a sus aguas, pero por sobre todo, sentía una absurda fascinación por el sabor a uva, el sabor de una jugosa y carnal uva.  La escena era irreal y todos los sabíamos, el monstruo aquel se presentaba como una extraña raza de Guzmania, o Ave del paraíso o Flor de la pasión.

Nunca llegué a entender bien qué hacía yo en el lugar, creyéndome una feminista del siglo XVIII, bajando las escalinatas de la catedral, recogiendo mi vestido, dejando ver mis piernas, con la proposición de escapar de todos de una sombra de príncipe que no quería y observando atenta y expectante la víbora hambrienta de uvas del litoral. Y ahora que dije todo lo que no tenía para decir sin mi fuente de inspiración, todo comienza a tomar sentido.


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